La primera vez que limpié un cangrejo azul estaba más nerviosa que cuando aprendí a manejar. Me habían dicho que era fácil y, aun así, me vi frente a ese caparazón brillante sin saber por dónde empezar. Con el tiempo descubrí que el mayor truco es bajarles el ritmo antes de tocarlos: unos minutos en el refri o con hielo los calma y te da margen para trabajar sin prisas. Cuando está frío, lo tomo con seguridad por la parte trasera, levanto el caparazón desde la línea donde se junta con el cuerpo y, con un tirón suave pero decidido, se separa como si hubieras abierto una tapa.
Dentro hay cosas que se van casi solas: retiro las branquias grises que parecen plumitas a los lados y corto las partes duras de la boca, esas piecitas triangulares en la parte frontal. El “delantal” de abajo también sale fácil al levantarlo con la uña. Lo que muchos llaman mantequilla o mostaza del cangrejo es cuestión de gustos; a veces la conservo para darle sabor al caldo y otras veces la enjuago, depende del ánimo y de lo que vaya a cocinar. Para mí, el enjuague es rápido, apenas un chorro de agua fría para quitar restos sueltos sin dejar el cangrejo en remojo, porque pierde sabor.
A partir de ahí todo fluye mejor: parto el cuerpo en dos con las manos o con un cuchillo grande apoyándolo con firmeza y reviso que no queden branquias escondidas. Si lo quiero para sopa o arroz, lo dejo en trozos grandes con las patas puestas; si voy a saltearlo, a veces separo las pinzas para que se cocinen parejo. Cuando el cangrejo está ya cocido de antes, el proceso es parecido, solo que el caparazón se desprende aún más fácil y el aroma te guía para no tirar lo que aporta sabor.
Lo que aprendí limpiando varios es que el ritmo lo marca tu comodidad. Si usas guantes, mejor. Si tienes un cepillito, una pasadita por el caparazón antes de abrirlo te ahorra arena en la olla. Y si te queda alguna duda, piensa en el resultado final: una carne dulce que no necesita demasiada ciencia, solo un poco de orden y cariño. Ahora, cada vez que termino de limpiarlos, me siento como si hubiera domado algo salvaje y me queda ese orgullo tonto de saber que en la olla va a pasar algo rico.
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